Preferir las bombas.

Ya ha anochecido. Lejos de estar en silencio, el campo de refugiados de Eleonas es ahora un ruidoso bullicio de niños gritando, correteando y jugando, mientras que los adultos aprovechan esta hora menos abrasadora para pasear sin rumbo, o visitar a algunos amigos dentro del campo. Durante el día, hemos sobrepasado con creces los cuarenta grados.

Tras el reparto de las cenas, el cierre horario del contenedor que suministra ropa, y otras actividades, el trabajo de los voluntarios toca a su fin por hoy. Y poco a poco, vamos abandonando el campo; cada día la misma sensación de corazón encogido. De impotencia ante tanta injusticia. De enfado por un sistema que trata a estas personas como culpables de su propia desgracia.

El campo está situado en una calle sin edificaciones, ancha y sucia, bastante alejada del centro de Atenas. Junto a Eleonas 2, que es “nuestro campo”, se halla Eleonas 1”, gobernado por los militares y donde nosotros no podemos entrar. Ambos ocupan una extensísima superficie. Por lo demás, cuatro o cinco naves industriales, muy separadas entre sí, delimitan la polvorienta avenida. A esta hora, prácticamente no hay luz.

Hoy hemos coincidido cuatro voluntarios en el momento de salir del campo, y caminamos pausadamente, cansados, hacia la parada de metro que nos llevará de nuevo al centro. Sobre el asfalto destacan, en más ocasiones de las que quisiéramos ver, algunas ratas aplastadas por los vehículos que durante el día por aquí circulan. Camiones, en su mayoría. El lugar es tétrico, abandonado e inmensamente triste.

De pronto, descubrimos que en un lateral de la avenida, repleto de plantas, existe una especie de entrada cuadrada; como un micro patio al aire libre, que no debe tener más de cuatro o cinco metros por lado. Y lo peor es que lo descubrimos habitado: dos tiendas de campaña, que no miden más que cuatro metros cuadrados cada una, “acogen” a dos familias en unas condiciones más que lamentables que el lector puede imaginar. Son siete adultos y cuatro niños. Estoy incluyendo a dos chicas que no deben tener más de 13 ò 14 años, como “adultas”. Todos en ocho metros cuadrados de tiendas.

Como si alguien nos hubiera presionado un botón cerebral, los cuatro nos ponemos manos a la obra, sin necesidad de hablarlo entre nosotros. Es una reacción automática. Nos metemos en las plantas e intentamos hablar con las familias y averiguar qué pasa. Por qué no están en uno de ambos campos.

Lejos de lo que parecía, el día no ha acabado, ni mucho menos. De hecho, nuestro trabajo vuelve a empezar.

Las familias son sirias del Kurdistán. Prácticamente no hablan inglés. Uno de los matrimonios tiene dos niñas muy pequeñas. Y salta a la vista que la madre, sorprendentemente joven, está embarazada. El otro matrimonio es el que tiene a las chicas más mayores. Y un joven solo, es el hermano de la mujer embarazada. Entablamos una conversación llena de signos, onomatopeyas y palabras sueltas en farsi, inglés, y español.

La calle es el lugar más peligroso para un refugiado. La intransigencia, el fascismo y el racismo han facilitado el nacimiento de un grupo griego de ultra derecha llamado Nuevo Amanecer que “patrulla” en motocicletas las calles de los campos. Mejor si no descubren a refugiado o inmigrante “solo”. Además, la suciedad, los camiones, y los delincuentes comunes (demasiado comunes en una Grecia donde son más que evidentes la crisis brutal, la pobreza extrema y la exclusión social), hacen de la situación de estas dos familias en la calle, un escenario de máximo peligro y enorme vulnerabilidad .

La historia es la de todos, pero no por este motivo pierde el drama que los voluntarios conocemos a diario. Se trata de otra injusticia que clama al cielo. Ellos eran gente pacífica y debieron huir de las bombas (las “nuestras”) y del ejército islámico. Allí lo perdieron todo y ya no tienen ahorros, ni casa ni trabajo. La muerte les pisa los talones desde hace meses, la misma muerte que acabó con sus familiares allí, y han acabado encontrando un patio insalubre donde instalar las tiendas. Tienen toda la documentación y nos la enseñan una y otra vez. Pero no pueden entrar en el campo. Oficialmente “no hay sitio”, aunque los voluntarios sabemos que sí: que lo hay. Lo que ignoramos es quién y con qué criterio decide estas entradas.

A modo de emergencia, los voluntarios nos repartimos cuatro o cinco tareas, y nos separamos cada uno a lo suyo. Al cabo de media hora, ambas familias tienen algunas raciones de comida y algunas prendas de ropa que “tomamos prestadas” del campo. Café. Bebidas de cacao. También galletas para los niños. Y ahora hablamos con más calma.

La mujer embarazada llora cuando nos explica que no puede ducharse desde hace días. A su marido se le humedecen los ojos cuando nos recuerda que son personas. Que los niños son solo niños. Que no saben lo que mañana les ocurrirá. Ni pasado mañana.

Por este motivo han tomado una decisión tremenda: volver a Siria.

“Preferimos morir bajo las bombas, en casa, que no en una cuneta de este país extraño, como perros. Tenemos dignidad y los niños no deben ver a sus padres así. Nos rendimos”.

Nos hemos despedido en pie, en el patio, ante sus pequeñas tiendas. Nos hemos abrazado mientras los niños observaban nuestros movimiento, con sus ojos como platos. Sin sonrisas. El marido de la mujer embarazada, me ha besado enérgicamente en ambas mejillas, fundidos en un abrazo. Y me ha jurado que si sobreviven, tengo un amigo fiel en Siria para toda la vida.

Me he echado a llorar.

Esta mañana, al regresar al campo como cada día, el patio estaba vacío.

 

 

 

 

 

 

 

Los calzoncillos de B14.

Los campos de refugiados que mantienen una mínima organización, identifican cada casa/contenedor (o tienda) con una letra y un número. Y en la mayoría de los casos, además, con un «right» o un «left», porque muchos de ellos, de hecho la mayoría, los habitan (como mínimo) una familia por lado. Cuando no dos. Como los refugiados del Campo Eleonas, en Atenas, provienen de tantas nacionalidades diferentes, acabas reconociendo a muchas familias por el código de su contenedor, ya que sus impronunciables nombres y apellidos, dificultan la memorización. Aunque tras 11 días aquí, muchos de ellos ya tienen nombre real, porque si trabajas como voluntario, recuerdas poco a poco el nombre, la letra y el número de cada «casa». Por ejemplo: Mliofar, de A22…..5 añitos. Afgana. Una monada de niña!

Y para no desvelar el nombre de nuestro protagonista, diremos que es B14, aunque no es un dato real.

Anteayer por la tarde, me encontraba en el contenedor de reparto de ropa junto a otros seis voluntarios. Esta actividad es lenta y complicada; a veces se sirve a familias de 11 miembros, a veces a maridos con dos mujeres y a veces es complicado saber cuánta y qué clase de ropa quiere cada miembro. El mostrador del reparto es una torre de babel en inglés, en farsi (iraní, afgano, paquistaní) en árabe, en kurdo o en urdú. Salvo que alguien cercano sepa algo de inglés o francés y ayude a traducir, el lenguaje de signos funciona razonablemente bien.

Tras una buena espera, tal vez de 40 minutos, le tocó en turno a B14, con quien yo ya había hablado previamente en varias ocasiones. Hablando en inglés, y mirando avergonzado a ambos lados, me pidió calzoncillos; regalados; de segunda mano; usados, enviados desde Europa por caridad.

Y lo peor es que no teníamos.

Cuando le respondí que no habían más calzoncillos y que lo probara la semana siguiente (cada familia puede ir un día por semana a por ropa), vi en sus ojos la desesperación de tanto sufrimiento. Su expresión fue la ofuscación de su situación y la de su familia. Su mirada cargada de pena y resignación, no tenía nada que ver con los calzoncillos, y sí con el hastío y el miedo. Con la desesperación.

B14 me hizo un gesto abriendo la palmas de sus manos. Qué remedio! No hay calzoncillos!

Pero a riesgo de delatarme, explicaré que en aquel mismo momento decidí encargarme personalmente de su ropa interior. Tal vez pueda ser esta la mínima e íntima dignidad de una persona refugiada de guerra. A mí tampoco me valió mi propio «no hay más calzoncillos».

Por eso, esta mañana, antes de ir al Campo Eleonas, he cogido el metro y me he bajado en la parada de Syntagma, pleno centro de Atenas. He ido directo al H&M de la calle comercial y he comprado dos paquetes de cuatro calzoncillos. Cuatro de la «L» y cuatro de la «XL». B14 está bastante rechoncho, he pensado. Y esta tarde, ya en el campo, lo he buscado por donde suele moverse y me he acercado discretamente a él.

Le he preguntado en inglés si había solucionado el tema de sus calzoncillos y con cara de sorpresa me ha respondido que no. Yo iba, como suelo, con mi inseparable mochila, y señalándola le he dicho que podíamos solventarlo, pero no allí, a la vista de todo el mundo. El rostro se le ha iluminado y con un gesto de su cabeza rapada me ha indicado que le siguiera.

Trapicheo de calzoncillos.

Esta tarde he descubierto un lugar en el campo, totalmente discreto y ajeno a miradas no deseadas. En un pasillo de tierra que queda entre una instalación y la pared natural de la propia montaña escarpada que delimita el campo, he abierto mi mochila y le he dado los ocho calzoncillos. Y por fin, lo he visto sonreír.

Acto seguido ha sido totalmente imposible evitar una invitación a café en su contenedor B14, «left». A pesar de mis excusas, ha hecho ver que no entendía inglés y se ha puesto a parlotear en kurdo. Y al cabo de 15 minutos yo ya estaba en el suelo de su «casa», con su jovencísima mujer haciendo un café dulzón y un niño de dos años, enseñándome a gritos un osito, un pequeño muñeco roto, una pelota, y su cama. Sobre todo su cama, hecha a mano por su papá, con maderas del suelo del Campo Eleonas. A mano.

El dolor de Grecia, es lo que ha venido a continuación. Ya todos en el suelo, café en mano, B14 ha empezado su relato en el inglés de su Kurdistán natal. Él era policía; he entendido que algo así como guardia urbano, o de seguridad vial, o algo parecido. Tiene otro hijo, de seis años, que ahora no estaba allí. Su vida era pacífica, tranquila, con un buen futuro y con cierta seguridad por su salario. Una noche, las bombas cayeron sobre su ciudad. Todavía no sabe quién la bombardeó, pero su hermano menor, recién casado y vecino de la casa contigua a la suya, murió en el acto. Su otro hermano, el mayor, padre de cinco hijos y vecino de la casa contigua del otro lado, murió también durante el bombardeo. Hoy en día, B14 supone que su padre cuida de la viuda y los cinco hijos del mayor y de la viuda del menor. Si viven; porque no lo puede saber.

Acabado el bombardeo, B14 supo que la ciudad sería tomada por los barbudos del ejército islámico y entendió que debía huir a toda prisa o los degollarían. Es ateo. Con el dolor en el pecho y las lágrimas en los ojos, condujo durante la noche hasta la frontera con Turquía. Tuvo tiempo de coger los mínimos enseres, las pocas joyas de oro de ella (que habían sido de su madre) y los móviles. En la misma frontera, la policía turca les dejó entrar y escapar de la muerte, a cambio, eso sí, de quedarse con todo lo que llevaban. Incluido el coche.

Su mujer pudo esconder las joyas. Él, los móviles.

Cruzaron Turquía a pie y en camión. Vivieron de la caridad. Imposible dormir tranquilos. Siempre alerta. La muerte todo lo puede cuando eres un olvidado. El dolor en cada poro. El terror en la mente.

Mientras B14 explica todo esto en su inglés, el niño se me ha sentado entre las piernas y escucha en silencio algo que no entiende. Y la madre, la joven madre que no habla inglés, no entiende nada, pero sabe perfectamente de lo que estamos hablando. Ojos llorosos. Dolor interminable en la expresión. Puede haber sufrimiento mayor?

Cuando llegaron a la costa, lograron embarcarse hacia Grecia, pagando 850,00 euros a un traficante. Lo que valían las joyas. Todas ellas.

Y salieron en barca hacia Lesbos.

La barca naufragó. Viajaban más de ochenta personas y llovía a cántaros. B14 logró reunir a los suyos y mantenerse a flote sin separarse. Insiste una y otra vez en que ellos y sus hijos vieron (y se señala insistentemente los ojos) veinte personas ahogándose, ante ellos, ante los niños, entre gritos de terror y llantos de miedo. En medio del mar! Así estuvieron cinco horas. Cinco horas mojándose en el Mediterráneo. Mare Mortum. Cinco horas a punto de morir. Cinco horas salvándose el uno a la otra y ambos desviviéndose por sus hijos.

Perdió los móviles. Ya no tenía absolutamente nada.

La Marina turca los rescató de madrugada y fueron conducidos a Idomeni, en la frontera con Macedonia. Cuando este campo se desmanteló, fruto del vergonzante acuerdo de la UE con Turquía, fueron trasladados a Eleonas. Y aquí estamos; entre sorbo y sorbo, imposible no llorar; imposible contener el drama. Imposible no sentir una enorme rabia y una frustrante impotencia ante tamaña injusticia. De su ciudad, no queda nada. Se puede ver en Google, caso de que se quiera llorar un buen rato.

B14 dice que es un hombre con suerte. Porque está vivo. Tras lo ocurrido, y por ahora, eso le basta. Viven los cuatro. Y se conforma en silencio, mirando sumisamente el suelo de su contenedor.

Algún día, presentaremos ante la justicia y sentaremos en un banquillo a los responsables de este drama. Dejar sin calzoncillos al bueno de B14, debería penarse con el máximo rigor.

Eleonas Refugees Camp. Grecia.

Cuando uno traspasa la reja metálica de la entrada, se sumerge en una enorme prisión, cuyos reos son inocentes; para empezar, la mitad son niños.

Familias enteras viven en cubículos del tamaño de un contenedor. Estamos a 40 grados, pero no todos tienen aire acondicionado; ni mucho menos. No hay tendederos. No tienen salida de humo. El campo está plagado de estas «viviendas», lo que reviste de uniformidad casi militar la vida de dos mil personas de unas 20 nacionalidades distintas. No hay médico. Repito: no hay médico.

Para unos 700 niños, existe en el campo un minúsculo tobogán y un solo columpio de dos plazas: algún ingeniero los colocó al sol. Están siempre vacíos.

Los adultos deambulan por el campo. Son la seriedad y la dignidad. Cruces de miradas rápidas que te dicen en silencio: «tu no sabes lo que yo he visto» y tu respondes callado, «qué puedo hacer para paliar tanto dolor»… Poca sonrisa y mucha mirada de incertidumbre. No hay futuro. No pueden regresar. Pero tampoco pueden viajar. Son apátridas inocentes víctimas de una Europa vergonzante y cínica, y de una guerra que han organizado unas cuantas empresas de armamento, financiadas por nuestros gobiernos. También el de España.

Los niños siempre gritan y siempre sonríen. En todo el planeta. Pero en este caso, tras las sonrisas, se lee el miedo; y un enfado con la vida que se traduce en constantes brotes de violencia aparentemente infantil, pero que se convierten en un auténtico peligro para la integridad de los chavales. Otro ingeniero (ignoramos si es el mismo cateto que puso los columpios al sol) llenó el campo de piedras y estos niños extra violentos, las utilizan en sus peleas. A veces se las lanzan. A veces las quieren utilizar como «arma» contra el otro. Para colmo, se mezcla la pataleta infantil, con un profundo odio xenófobo, aprendido en sus respectivos países: sirios contra afganos, afganos contra paquistaníes, paquistaníes contra iraníes…los niños replican los que ven y oyen. Y Eleonas es un triste ejemplo. Los voluntarios detenemos cada día decenas de esas peleas infantiles tan peligrosas y que evidencian el estado psicológico de estos pobres chavales.

Cuando a estos niños les damos cariño, abrazos, besos, la mano, la escucha y la atención, cambian radicalmente y gestionan su miedo, su odio y su dolor de forma exageradamente cariñosa. Y ya no se nos separan. Un buen grupo de ellos, «vive» literalmente, en la oficina del voluntariado, que no es más que otro contenedor. Solo que alegre!

Esta situación es la peor injusticia que he visto nunca (y he visto unas cuantas). Los voluntarios somos seres humanos y, aunque tratamos de sonreír siempre, a menudo nos retiramos un rato a un rincón, y lloramos de tristeza e impotencia. Pero también lloramos de rabia. Estos días, los culpables de este drama, se dan un chapuzón en la Costa Azul, saltando desde la borda de sus yates, con la complicidad imperdonable de quienes nos gobiernan; de todos ellos. Los misiles y las bombas, dejan mucho margen comercial. La muerte de inocentes también. Algún día sabremos quienes son los que se enriquecen con este negocio; con sus nombres y apellidos. Son nuestra escoria y me provocan el sonrojo de pertenecer a su misma especie. Por primera vez en mi vida he pensado que el mundo sería un lugar mejor sin ellos. Así de claro lo siento, cuando veo la tragedia que provocan en estas pobres familias inocentes.

Seguiremos todo el tiempo que podamos (ahora y en los futuros meses) junto a los más débiles. Nuestra esperanza es que puedan sobrellevar este drama con algo de compañía y comprensión. Solo es eso. Pero es vital cuando eres inocente y lo has perdido todo.

Os ruego una reflexión pausada sobre este blog y os suplico vuestro compromiso. Se vive una sola vez y disimular lo que está pasando, nos convierte en cómplices. No hace falta viajar a un campo. Desde casa, desde el trabajo, desde tu barrio: comprométete con las víctimas de este horror y ayuda a dignificarnos como personas y como seres humanos.

Un abrazo y gracias desde el campo del horror.